Tras su muerte se forjó la leyenda, ya que
los cristianos, necesitados de referentes heroicos, vieron en la figura
invencible del Cid un motivo ideal para sus narraciones y gestas, lo que
posibilitó una rica tradición de poemas y romances que se transmitían de pueblo
en pueblo gracias a juglares y poetas. Así nació, en la segunda mitad del siglo
XII o principios del XIII, el que sería el gran poema épico de la literatura
española: El Cantar de Mío Cid, que narra elogiosamente el destierro de
Rodrigo por tierras castellanas, aragonesas y levantinas.
Atraídos por la fuerza de la extraordinaria obra literaria, desde hace algo
más de un siglo, gentes, estudiosos e historiadores, provenientes de los más
diversos lugares, han recorrido los itinerarios descritos en el Cantar tras las
huellas del personaje legendario y de la Historia.
El Camino atraviesa ocho provincias (Burgos, Soria, Guadalajara,
Zaragoza, Teruel, Castellón, Valencia y Alicante),
afectando a más de 350 ayuntamientos. Con sus más de 2.000 kilómetros de
recorrido, bajo los que subyace una historia universalmente conocida, esta
ruta cidiana se convierte en un verdadero crisol de culturas y paisajes,
configurándose como un eje vertebrador entre el interior de la Península y el
Mediterráneo.
Guadalajara es una de las provincias en que más kilómetros recorre el
llamado Camino del Cid. Este trazado, de más de 300 kilómetros, se divide en dos
etapas perfectamente diferenciadas: una primera coincidente con el episodio
del Destierro del Cantar y cuyos escenarios tienen lugar en el sector norte de
la provincia, en territorio musulmán, adentrándose por la Sierra de Miedes, concretamente por Miedes de Atienza. La toma de Castejón marcará el inicio de las incursiones del Cid, cuyo ejército llegará hasta la propia Guadalajara, en la expedición que hizo Álvar Fáñez remontando el curso del Henares.
La segunda ruta, tras recorrer tierras sorianas y
aragonesas, vuelve a adentrarse brevemente en la provincia por su tramo
oriental para recorrer las tierras de Molina de Aragón, paso natural durante
el Medievo en
la ruta de Castilla a Levante. Dentro de esta ruta destacan las
poblaciones de Anguita (con sus grandes casonas
típicamente serranas, junto a iglesias y demás construcciones de especial
interés histórico-artístico, y las cuevas donde se dice que el Cid pasó una
noche) y la propia Molina de Aragón (con su gran castillo-alcazaba,
numerosísimas iglesias y el palacio del Virrey de Manila). Saliendo de Molina de Aragón, cerca de la localidad
de Ventosa y encajonado en un espectacular paraje, el Santuario de la Virgen de
la Hoz remonta sus orígenes al siglo XII. A partir de aquí, el camino del Cid continua dirección
sur camino de las tierras turolenses de Albarracín, ganando
altura tras superar Checa, la enormemente pintoresca localidad de Chequilla, y por
último, antes de rebasar los límites provinciales turolenses; Orea, a casi 1500
metros de altitud, lo que le convierten en uno de los municipios más altos de
España.
A continuación recorremos los principales lugares de interés de la provincia de Guadalaja, muchos de ellos visitados por el Cid campeador siguiendo el Camino Cidiano hasta tierras levantinas.
GUADALAJARA
La propia situación geográfica de
Guadalajara, en el centro de la Península Ibérica, ha condicionado su propia
historia y su devenir a lo largo de los tiempos, ya que como cruce de caminos
ha sido testigo y escenario del paso y asentamiento de las más diversas
culturas que han marcado la evolución de la historia de España. Por ello, estos
avatares del pasado han dado lugar al hecho de que en esta provincia hayan
quedado huellas artísticas de todas las épocas y de todos los estilos, algunas incluso
con singularidades muy notables, como el Románico Rural o el Renacimiento.
Guadalajara tiene orígenes
remotos que la ligan con la Celtiberia; aunque, las referencias históricas
más antiguas nos informan de su importancia como plaza fuerte en la estrategia
militar de los emires y califas de Córdoba. Fundada por los árabes en el siglo VIII
como puesto de avanzada, posteriormente durante el califato se desarrolló
como sólido punto defensivo en el extremo oriental de la Marca Media por su
situación estratégica en la calzada romana que unía Mérida y Zaragoza. Tras la
desaparición del Califato, Guadalajara pasó a formar parte del reino taifa de
Toledo. Entonces fue conocida con dos
apelativos, Madinat al-Faray, en memoria de su conquistador, y Wad al-Hayar,
que significa "el río de
piedras", apelativo con el que denominaba al río Henares.
En el año 1085, el rey Alfonso VI tomó el valle del Henares y las
principales fortalezas (Jadraque, Hita, Guadalajara) quedaron bajo su control.
No existe certeza histórica, pero la tradición atribuye a Álvar Fáñez Minaya la
toma de Guadalajara, y la leyenda la fija en la noche de San Juan de 1085. Lo
cierto es que Álvar Fáñez, como capitán de Alfonso VI, escoltó al depuesto rey
de Toledo, Al Qadir, en su viaje a Valencia, donde el noble musulmán sería
nombrado señor de la ciudad.
En el Cantar de Mío Cid, Álvar Fáñez saquea toda
la cuenca del Henares llegando hasta las puertas de Alcalá de Henares tras
dejar atrás Hita y Guadalajara, versos que podrían ser los ecos de un hecho
histórico que el tiempo desdibujó al unirlos a la figura legendaria del Cid
Campeador.
Pese a perder su condición de Medina, la villa de Guadalajara fue objeto de innumerables prebendas reales.
Entre muchas, destacar los Fueros dados en 1133 por Alfonso VII y en 1219 por
Fernando III, y los privilegios otorgados por Alfonso IX para tener voto en
Cortes o por Alfonso X para la organización de ferias. Por último, sería
Enrique IV el que devolvería a Guadalajara el título de Ciudad, en el
año 1460.
Esta merced que pretendía poner
freno a las aspiraciones de los Mendoza sobre el Concejo, resultó estéril sobre todo, después que en 1475 Diego Hurtado de Mendoza recibiera el título
de duque del Infantado. Hasta ese momento la villa se había distinguido
como un próspero núcleo urbano en el que convivían castellanos, judíos y
musulmanes. Prueba de esa armonía son los monumentos mudéjares que aún se
conservan.
La consolidación de la casa
Infantado y la de otros linajes mendocinos la convirtieron en una corte
señorial del Renacimiento, repleta de casonas blasonadas, hermosas capillas y
espaciosos conventos. Este periodo fundacional se dilató durante todo el siglo
XVII, en el que, a pesar de las crisis, Guadalajara acogió a otras comunidades
de franciscanos, carmelitas, jesuitas y hospitalarios.
La extinción de la dinastía de los
Austria y la llegada de la Borbón supuso para la ciudad un cambio sin
precedentes. Así, a los desastres de la Guerra de Sucesión siguió un revulsivo
económico y demográfico tras la instalación de la Real Fábrica de Paños
que convertiría a Guadalajara en uno de los principales centros manufactureros,
cosmopolita y emergente, de la España de la Ilustración. Ese importante capítulo tuvo su fin
con la crisis de Estado que se generó con la Guerra de la Independencia.
Jardines de Brihuega en donde se ubicaba la Real Fábrica de Paños |
En 1822 los formidables inmuebles
que ocupaban los talleres cerraron sus puertas, para volverlas a abrir años más
tarde como establecimientos militares. En 1833 se instalaba la Academia de
Ingenieros del Ejército en los de San Fernando y varias unidades de ese
Cuerpo en los de San Carlos y en el antiguo convento de San Francisco.
Guadalajara recuperaba la función
de plaza militar para, luego, convertirse en adelantada de la aeronáutica y de
la automoción al ser, desde 1896, la sede del Servicio de Aerostación Militar
y, desde 1917, de La Hispano S.A., Fábrica de Automóviles y Material de
Guerra. No obstante, este umbral de optimismo se truncó con la Guerra Civil
y, como “ciudad derrotada”, fue olvidada durante décadas. De hecho, el perfil
industrial no se recuperó hasta las décadas finales del siglo XX.
En la actualidad, Guadalajara se
presenta como una ciudad dinámica, accesible y cercana, después de
protagonizar un profundo desarrollo económico y crecimiento urbano. Está dotada
de los mejores equipamientos, de amplios espacios verdes y de un conjunto de
servicios que satisface plenamente a sus habitantes que se muestran felices por
los niveles de calidad de vida alcanzados.
Capítulo aparte requiere su excelente
gastronomía, basada en platos castellanos, de gran aporte calórico,
reflejos de las condiciones climatológicas de esta tierra. Entre sus
especialidades gastronómicas son de destacar sus tradicionales asados de
cordero y cabrito, regados con “breve”, un aliño de hierbas aromáticas
maceradas en vinagre. Otras especialidades gastronómicas de esta cocina
son la sopa de ajo, las migas, las gachas y las judías al arrope. De postre, el
producto estrella de la capital, los bizcochos borrachos, o la
miel de la Alcarria, con denominación de origen desde el año 1992. Durante su
estancia, el viajero podrá elegir entre una amplia variedad de platos, así como
lugares de degustación, que harán las delicias de los paladares más exigentes.
Guadalajara es una población histórica que emana hospitalidad, reflejada en la amabilidad de sus gentes. Aquí el visitante encontrará un extenso repertorio de posibilidades culturales y de ocio que harán de su estancia una experiencia inolvidable. En definitiva, una ciudad con mucho por descubrir y disfrutar.
Concatredral de
Santa María: Es
una iglesia de estilo mudéjar, y una de las sedes episcopales de la Diócesis de Sigüenza-Guadalajara junto con la Catedral de Santa María de Sigüenza.
Construida durante el siglo XIV sobre una mezquita del XIII, su interior está formado por
tres naves que enlazan a tres pórticos: el central, solucionado en arco de
herradura y los dos laterales, en arco túmido. Destaca en el interior el retablo mayor de Francisco
Mir, en estilo renacentista
manierista.
En el exterior destaca el campanario, recubierto de ladrillo y que cuenta
con ocho campanas: una del siglo XVIII, dos del XIX y las otras cinco del XX.
Palacio del
infantado: La historia del Palacio del
Infantado, de los duques del Infantado, la casa principal de los Mendoza, puede
resumirse en cuatro actos: su construcción, iniciada en 1480 y concluida a
fines del siglo XV bajo la dirección de Juan Guas, su reforma, por el quinto
duque del Infantado, entre 1570 y 1580, que introdujo los elementos
renacentistas, su ruina, a causa de un incendio en 1936, y finalmente, su
restauración en los años sesenta, lenta y discutible. Aun hoy, transformado y
mutilado, es un edificio magnífico y sorprendente.
Los contrastes abundan en la
fachada del palacio, entre la traza gótica inicial y las ventanas
renacentistas, entre los vanos de la galería superior y el gran muro de
fortaleza del cuerpo bajo, cuya solidez acentúan las cabezas de los clavos de
piedra, entre este muro esquemático y la complicadísima portada, marco sucesivo
de los emblemas de la familia y del constructor, finalmente, sobre la piedra
ocre, al caer la tarde, queda el contraste entre las luces y las sombras.
No menos valor tiene el Patio de
los Leones, en el interior. Se compone de dos galerías, formadas por arcos
rebajados de tres centros: en la inferior, predomina el motivo compuesto por
los leones enfrentados; en la superior, el de los grifos, animales mitológicos.
La galería baja, inicialmente, estaba sostenida por columnas helicoidales, como
las del piso alto. En 1571, esas columnas fueron sustituidas por las actuales,
de estilo dórico, al mismo tiempo que se levantaba más de un metro todo el
suelo del patio.
La mayor parte
de la decoración interior del palacio ha desaparecido, destruida en el incendio
de 1936. Pueden visitarse todavía las salas bajas, decoradas por el artista
italiano Rómulo Cincinato entre 1578 y 1580. Durante muchos años el palacio ha
sido sede de la Biblioteca Provincial. El Archivo Histórico Provincial y el
Museo Provincial se encuentran aquí.
Capilla de Luis de
Lucena: Esta
capilla, que estuvo adosada a la iglesia de San Miguel, ya desaparecida, revela
la tradición mudéjar en el uso del ladrillo, pero su estilo caprichoso obedece
al manierismo del siglo XVI. Fue fundada por el humanista Luis de Lucena y su
construcción, tal vez trazada por él mismo, data de 1540.
En el
exterior de la capilla de Lucena, unas torrecillas cilíndricas, bajo un extraño
alero, simulan una obra militar. Se trata, probablemente, de una referencia a la Fortaleza de la Fe o, tal vez, según Muñoz Jiménez, al
Templo de Salomón.
El interior exhibe un estilo no menos caprichoso: en las pilastras, que
introducen una mezcla de dórico y jónico, y en la tribuna que acoge la escalera
de caracol que sube al piso superior. Las bóvedas, pintadas probablemente por
Rómulo Cincinato, que también trabajó en el palacio del Infantado, desarrollan
un programa iconográfico de características erasmistas y simbólicas.
JADRAQUE
Un airoso
cerro, definido por Ortega y Gasset como "el más perfecto del mundo",
coronado por un bien conservado castillo, nos anuncia la proximidad de
Jadraque. Dicha fortaleza, llamada popularmente Castillo del Cid, es un edificio
de época bajomedieval que, muy probablemente, sería levantado sobre los restos
de una primitiva edificación califal.
La histórica
villa de Jadraque no se menciona directamente en el Poema, sin embargo, hay
quiénes señalan que el sí nombrado Castejón, identificado tradicionalmente como
el cercano Castejón de Henares, podría hacer referencia en realidad a Jadraque.
Ya sea Castejón de Henares o Jadraque, lo cierto es que "Castejón",
según el relato, fue la primera plaza sitiada por Rodrigo de Vivar en su camino
hacia el destierro. Además,
crónicas posteriores y documentos relativamente modernos seguían denominando
Castejón de abajo a Jadraque. De ahí quizás que todavía quede anclado en la
memoria colectiva que se llama tradición, el hecho de nombrar Castillo del Cid
al de esta villa. El hecho cierto es que, tras la reconquista del lugar, sólo
formado por escasas viviendas y el fuerte castro del altivo cerro, se
constituyó Jadraque, aldea repoblada del amplio Común de Villa y Tierra de
Atienza, usando su Fuero y sus pastos comunales.
Si hay un monumento que
destaca sobre los demás en la villa de Jadraque, este es sin duda el Castillo
del Cid. Por su ubicación geográfica en el Camino Real de Aragón, en este
castillo moraron monarcas castellanos y españoles, desde los Reyes Católicos
hasta Felipe V, pasando por Carlos I, Isabel de Valois, Felipe II o Felipe IV,
entre otros personajes ilustres.
El Gran Cardenal de España don Pedro González
de Mendoza legó el Castillo de Jadraque a su primogénito don Rodrigo al que
llamó de Vivar y Mendoza por estar convencido de que su linaje descendía
directamente del Cid Campeador y de la importancia del castillo jadraqueño
durante toda la Reconquista. En el palacio en que convirtió el Cardenal Mendoza
el Castillo de Jadraque habitaron el I Conde del Cid y doña María de Fonseca,
señora de Jadraque, y su hija, Mencía de Mendoza.
En 1889, cuando los duques
de Osuna, herederos de los Infantados, sacaron a la venta su patrimonio, el
pueblo de Jadraque compró su propio castillo por trescientas de las antiguas
pesetas. En la segunda mitad del siglo XX se llevó a cabo la más importante
recuperación del castillo, devastado por las diversas contiendas históricas,
guiados por el cronista José Antonio Ochaita, siendo alcalde de la Villa de
Jadraque, Mariano Ormad.
La Villa
Episcopal de Sigüenza, dominada por las imponentes siluetas de su castillo,
convertido hoy Parador de Turismo, y de su también fortificada catedral, no se
mencionan expresamente en el Cantar del Mío Cid, sin embargo, no cabe duda que ya
en tiempos de Rodrigo de Vivar se trataba de una plaza importante. El castillo,
levantado en el siglo XII sobre los restos de una fortificación anterior, fue
profundamente remodelado a principios de la Edad Moderna, pero aún así,
impresiona al visitante tanto por su empaque como por su emplazamiento,
dominando amplísimos horizontes.
La Catedral,
comenzada durante la segunda mitad del siglo XII y siguiendo esquemas puramente
románicos aún apreciables en los ingresos abiertos en la fachada occidental,
fue remodelada en época gótica, momento en el cual se sustituyó su primitiva
cabecera y se cerraron sus vertiginosas bóvedas, sustentadas por potentes
pilares de tipo languedociano. Su aspecto exterior es el de una fortaleza medieval con torres y pórtico románicos y un impresionante rosetón. Alberga en su interior el sepulcro de Martín Vázquez de Arce, conocido como El Doncel de Sigüenza. Destacan también la sacristía de las Cabezas, obra de Covarrubias, y su claustro, el coro con sillería gótica y una importantísima colección de arte entre la que se encuentra una Anunciación de El Greco.
Otro de los monumentos principales de la ciudad lo constituye la plaza mayor. Construida en el siglo XVI por el Cardenal Mendoza, su primitiva finalidad fue la de albergar la Casa de la Tesorería, el Ayuntamiento y el mercado. De estilo renacentista destacan las casas de los canónigos, con amplias balconadas y galerías, así como el Ayuntamiento y la Puerta del Toril.
El castillo, la catedral y la plaza Mayor
son los tres puntos de obligada visita de la ciudad, si bien las calles de
Sigüenza están repletas de edificios civiles y religiosos de gran belleza. Se conservan
importantes restos de las murallas, cuyas puertas y torres arrancan del
castillo.
Otros puntos de interés son la iglesia románica de San
Vicente, la parroquia de Santiago, el Seminario, la Casa del Doncel, la posada
del Sol, la iglesia de las Ursulinas, el colegio de la Sagrada Familia, la casa
del Arcediano, el Humilladero de la Vera Cruz y el colegio de Infantes.
MOLINA DE ARAGÓN
Tras su paso por tierras
zaragozanas y turolenses, el Camino del Cid se adentra de nuevo en Guadalajara
a través de la localidad de El Pedregal, atravesando, a continuación, otras
pequeñas poblaciones incluidas hoy en el llamado Señorío de Molina como: El Pobo
de Dueñas, Morenilla, Castellar de la Muela o Tordepalo, ya muy cerca de Molina
de Aragón.
Enclave independiente
tributario de la taifa de Zaragoza en tiempos del Cid Campeador, narra el
Cantar que Rodrigo se encaminó hacía Molina de Aragón a la búsqueda de la
protección y seguridad que, en su ruta hacia Valencia, le brindaba su fiel
amigo el alcaide moro Abengalbón.
Molina de Aragón, capital del Señorío
al que pertenecen 117 municipios, es uno de los conjuntos urbanos más
interesantes de la provincia de Guadalajara, y está declarado
conjunto Histórico Artístico. El paso de las tres culturas, la mulsulmana, la
judía y la cristiana, han dejado su huella en las calles de Molina.
Su
estratégica condición de frontera y señorío independiente al margen de los
Reinos de Aragón y Castilla, sus fueros de repoblación y su riqueza agrícola,
ganadera y forestal propiciaron el éxito de un asentamiento de carácter urbano
que se ha ido manteniendo vivo a lo largo del tiempo y que se
refleja en la arquitectura militar y civil de Molina, con su castillo como
monumento más característico de la villa, rodeado
por un amplísimo recinto amurallado denominado popularmente "el
cinto" y que, en origen, albergaría dentro de su perímetro un barrio con
iglesia propia, cuyos restos, son aún apreciables.
Edificado sobre un antiguo castro celtibérico utilizado por los árabes durante su dominación, es sin duda la fortaleza más grande y expresiva de Castilla-La Mancha. De las ocho torres que llegó a tener este magnífico alcázar tan sólo cuatro han conseguido llegar en pie hasta nuestros tiempos : son las de Doña Blanca, de Caballeros, de Armas y de Veladores. Todas ellas se encuentran comunicadas entre sí por un adarve protegido de almenas. El recinto externo de la fortaleza, lo que podríamos denominar albácar de la alcazaba, o campo de armas, es muy amplio, llegando a albergar en tiempos de doña Blanca un barrio entero.
Completando el conjunto y
comunicada en su día con el castillo, se levanta en dominante emplazamiento una
segunda fortificación conocida como "Torre de Aragón", de planta
pentagonal rodeada por un nuevo recinto murado, y que fue diseñada como un auténtico castillo independiente, si bien estuvo siempre comunicada con el principal a través de una galería subterránea.
A día de hoy, Molina,
pese a su desarrollo, ha sabido conservar buena parte del patrimonio heredado
de su fecundo pasado medieval. De entre los monumentos más destacados de la
villa, se encuentran, además del castillo, la iglesia de San Francisco, la iglesia de San Gil, la
iglesia de Santa Clara, la iglesia de San Felipe, el puente viejo sobre el río
Gallo, y en general la arquitectura civil molinesa.
Históricamente la urbe molinesa ha
estado jalonada de numerosos palacios, de un tipismo constructivo muy
acusado. Aunque muchos han desaparecido a lo largo de los siglos, entre los que
quedan deben destacarse el Palacio del Virrey de Manila, del siglo XVIII, con
su magnífica portada barroca, y mandado construir en 1740 por Don Fernando de
Valdés y Tamón quien, después de diez años de mandatario en el virreinato de
Filipinas, regresó a España y se casó con una molinesa, construyendo su
palacio en la ciudad de Molina.
El Palacio del Marqués de Villel
muestra igualmente en su portada blasón de armas y galería de arquillos bajo su
pronunciado alero. El Palacio de los Montesoro y el de los Marqueses de Embid,
son otros buenos ejemplos de esta inconfundible arquitectura civil que se
conserva en Molina de Aragón.
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